Tomada del texto. Historia del siglo XX escrito por Eric Hobsbawn.
El 28 de junio de 1992, el presidente francés François Mitterrand se desplazó súbitamente, sin previo aviso y sin que nadie lo esperara, a Sarajevo, escenario central de una guerra en los Balcanes que en lo que quedaba de año se cobraría quizás 150.000 vidas. Su objetivo era hacer patente a la opinión mundial la gravedad de la crisis de Bosnia. En verdad, la presencia de un estadista distinguido, anciano y visiblemente debilitado bajo los disparos de las armas de fuego y de la artillería fue muy comentada y despertó una gran admiración. Sin embargo, un aspecto de la visita de Mitterrand pasó prácticamente inadvertido, aunque tenía una importancia fundamental: la fecha. ¿Por qué había elegido el presidente de Francia esa fecha para ir a Sarajevo? Porque el 28 de junio era el aniversario del asesinato en Sarajevo, en 1914, del archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría, que desencadenó, pocas semanas después, el estallido de la primera guerra mundial. Para cualquier europeo instruido de la edad de Mitterrand, era evidente la conexión entre la fecha, el lugar y el recordatorio de una catástrofe histórica precipitada por una equivocación política y un error de cálculo. La elección de una fecha simbólica era tal vez la mejor forma de resaltar las posibles consecuencias de la crisis de Bosnia. Sin embargo, sólo algunos historiadores profesionales y algunos ciudadanos de edad muy avanzada comprendieron la alusión. La memoria histórica ya no estaba viva.
La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven. Esto otorga a los historiadores, cuya tarea consiste en recordar lo que otros olvidan, mayor trascendencia que la que han tenido nunca, en estos años finales del segundo milenio. Pero por esa misma razón deben ser algo más que simples cronistas, recordadores y compiladores, aunque esta sea también una función necesaria de los historiadores.
Mi propósito es comprender y explicar por qué los acontecimientos ocurrieron de esa forma y qué nexo existe entre ellos. Para cualquier persona de mi edad que ha
vivido durante todo o la mayor parte del siglo xx, esta tarea tiene también, inevitablemente, una dimensión autobiográfica, ya que hablamos y nos explayamos sobre nuestros recuerdos (y también los corregimos). Hablamos como hombres y mujeres de un tiempo y un lugar concretos, que han participado en su historia en formas diversas. Y hablamos, también, como actores que han intervenido en sus dramas —por insignificante que haya sido nuestro papel—, como observadores de nuestra época y como individuos cuyas opiniones acerca del siglo han sido formadas por los que consideramos acontecimientos cruciales del mismo. Somos parte de este siglo, que es parte de nosotros. No deberían olvidar este hecho aquellos lectores que pertenecen a otra época, por ejemplo el alumno que ingresa en la universidad en el momento en que se escriben estas páginas, para quien incluso la guerra del Vietnam forma parte de la prehistoria.
Pero no sólo en el caso de un historiador anciano el pasado es parte de su presente permanente. En efecto, en una gran parte del planeta, todos los que superan una cierta edad, sean cuales fueren sus circunstancias personales y su trayectoria vital, han pasado por las mismas experiencias cruciales que, hasta cierto punto, nos han marcado a todos de la misma forma. El mundo que se desintegró a finales de los años ochenta era aquel que había cobrado forma bajo el impacto de la revolución rusa de 1917. Ese mundo nos ha marcado a todos, por ejemplo, en la medida en que nos acostumbramos a concebir la economía industrial moderna en función de opuestos binarios, «capitalismo» y «socialismo», como alternativas mutuamente excluyentes.
¿Cómo hay que explicar el siglo xx corto, es decir, los años transcurridos desde el estallido de la primera guerra mundial hasta el hundimiento de la URSS, que, como podemos apreciar retrospectivamente, constituyen un período histórico coherente que acaba de concluir? Ignoramos qué ocurrirá a continuación y cómo será el tercer milenio, pero sabemos con certeza que será el siglo xx el que le habrá dado forma. Sin embargo, es indudable que en los años finales de la década de 1980 y en los primeros de la de 1990 terminó una época de la historia del mundo para comenzar otra nueva. Esa es la información esencial para los historiadores del siglo, pues aun cuando pueden especular sobre el futuro a tenor de su comprensión del pasado, su tarea no es la misma que la del que pronostica el resultado de las carreras de caballos.
En este libro, el siglo XX aparece estructurado como un tríptico. A una época de catástrofes, que se extiende desde 1914 hasta el fin de la segunda guerra mundial, siguió un período de 25 o 30 años de extraordinario crecimiento económico y transformación social, que probablemente transformó la sociedad humana más profundamente que cualquier otro período de duración similar. Retrospectivamente puede ser considerado como una especie de edad de oro, y de hecho así fue calificado apenas concluido, a comienzos de los años setenta. La última parte del siglo fue una nueva era de descomposición, incertidumbre y crisis y, para vastas zonas del mundo como África, la ex Unión Soviética y los antiguos países socialistas de Europa, de catástrofes.
Los decenios transcurridos desde el comienzo de la primera guerra mundial hasta la conclusión de la segunda fueron una época de catástrofes para esta sociedad, que durante cuarenta años sufrió una serie de desastres sucesivos. Hubo momentos en que incluso los conservadores inteligentes no habrían apostado por su supervivencia. Sus cimientos fueron quebrantados por dos guerras mundiales, a las que siguieron dos oleadas de rebelión y revolución generalizadas, que situaron en el poder a un sistema que reclamaba ser la alternativa, predestinada históricamente, a la sociedad burguesa y capitalista, primero en una sexta parte de la superficie del mundo y, tras la segunda guerra mundial, abarcaba a más de una tercera parte de la población del planeta. Los grandes imperios coloniales que se habían formado antes y durante la era del imperio se derrumbaron y quedaron reducidos a cenizas.
En el decenio de 1980 y los primeros años del de 1990, el mundo capitalista comenzó de nuevo a tambalearse abrumado por los mismos problemas del período de entreguerras que la edad de oro parecía haber superado: el desempleo masivo, graves depresiones cíclicas y el enfrentamiento cada vez más encarnizado entre los mendigos sin hogar y las clases acomodadas, entre los ingresos limitados del estado y un gasto público sin límite. Los países socialistas, con unas economías débiles y vulnerables, se vieron abocados a una ruptura tan radical, o más, con el pasado y, ahora lo sabemos, al hundimiento. Ese hundimiento puede marcar el fin del siglo xx corto, de igual forma que la primera guerra mundial señala su comienzo. En este punto se interrumpe mi crónica histórica.
¿Qué paralelismo puede establecerse entre el mundo de 1914 y el de los años noventa? Éste cuenta con cinco o seis mil millones de seres humanos, aproximadamente tres veces más que al comenzar la primera guerra mundial, a pesar de que en el curso del siglo XX se ha dado muerte o se ha dejado morir a un número más elevado de seres humanos que en ningún otro período de la historia. Una estimación reciente cifra el número de muertes registrado durante la centuria en 187 millones de personas (Brzezinski, 1993), lo que equivale a más del 10 por 100 de la población total del mundo en 1900.
La mayor parte de los habitantes que pueblan el mundo en el decenio de 1990 son más altos y de mayor peso que sus padres, están mejor alimentados y viven muchos más años, aunque las catástrofes de los años ochenta y noventa en África, América Latina y la ex Unión Soviética hacen que esto sea difícil de creer. El mundo es incomparablemente más rico de lo que lo ha sido nunca por lo que respecta a su capacidad de producir bienes y servicios y por la infinita variedad de los mismos. De no haber sido así habría resultado imposible mantener una población mundial varias veces más numerosa que en cualquier otro período de la historia del mundo. Hasta el decenio de 1980, la mayor parte de la gente vivía mejor que sus padres y, en las economías avanzadas, mejor de lo que nunca podrían haber imaginado.
Durante algunas décadas, a mediados del siglo, pareció incluso que se había encontrado la manera de distribuir entre los trabajadores de los países más ricos al menos una parte de tan enorme riqueza, con un cierto sentido de justicia, pero al terminar el siglo predomina de nuevo la desigualdad. Ésta se ha enseñoreado también de los antiguos países «socialistas», donde previamente reinaba una cierta igualdad en la pobreza. La humanidad es mucho más instruida que en 1914. De hecho, probablemente por primera vez en la historia puede darse el calificativo de alfabetizados, al menos en las estadísticas oficiales, a la mayor parte de los seres humanos. Sin embargo, en los años finales del siglo es mucho menos patente que en 1914 la trascendencia de ese logro, pues es enorme, y cada vez mayor, el abismo existente entre el mínimo de competencia necesario para ser calificado oficialmente como alfabetizado (frecuentemente se traduce en un «analfabetismo funcional») y el dominio de la lectura y la escritura que aún se espera en niveles más elevados de instrucción.
El mundo está dominado por una tecnología revolucionaria que avanza sin cesar, basada en los progresos de la ciencia natural que, aunque ya se preveían en 1914, empezaron a alcanzarse mucho más tarde. La consecuencia de mayor alcance de esos progresos ha sido, tal vez, la revolución de los sistemas de transporte y comunicaciones, que prácticamente han eliminado el tiempo y la distancia. El mundo se ha transformado de tal forma que cada día, cada hora y en todos los hogares la población común dispone de más información y oportunidades de esparcimiento de la que disponían los emperadores en 1914. Esa tecnología hace posible que personas separadas por océanos y continentes puedan conversar con sólo pulsar unos botones y ha eliminado las ventajas culturales de la ciudad sobre el campo. ¿Cómo explicar, pues, que el siglo no concluya en un clima de triunfo, por ese progreso extraordinario e inigualable, sino de desasosiego?
No es sólo porque ha sido el siglo más mortífero de la historia a causa de la envergadura, la frecuencia y duración de los conflictos bélicos que lo han asolado sin interrupción (excepto durante un breve período en los años veinte), sino también por las catástrofes humanas, sin parangón posible, que ha causado, desde las mayores hambrunas de la historia hasta el genocidio sistemático. A diferencia del «siglo XIX largo», que pareció —y que fue— un período de progreso material, intelectual y moral casi ininterrumpido, es decir, de mejora de las condiciones de la vida civilizada, desde 1914 se ha registrado un marcado retroceso desde los niveles que se consideraban normales en los países desarrollados y en las capas medias de la población y que se creía que se estaban difundiendo hacia las regiones más atrasadas y los segmentos menos ilustrados de la población.
El conjunto de los países que protagonizaron la industrialización del siglo xix sigue suponiendo, colectivamente, la mayor concentración de riqueza y de poder económico y científico-tecnológico del mundo, y en el que la población disfruta del más elevado nivel de vida. En los años finales del siglo eso compensa con creces la desindustrialización y el desplazamiento de la producción hacia otros continentes. Desde ese punto de vista, la impresión de un mundo eurocéntrico u «occidental» en plena decadencia es superficial.
La segunda transformación es más significativa. Entre 1914 y el comienzo del decenio de 1990, el mundo ha avanzado notablemente en el camino que ha de convertirlo en una única unidad operativa, lo que era imposible en 1914. De hecho, en muchos aspectos, particularmente en las cuestiones económicas, el mundo es ahora la principal unidad operativa y las antiguas unidades, como las «economías nacionales», definidas por la política de los estados territoriales, han quedado reducidas a la condición de complicaciones de las actividades transnacionales. Tal vez, los observadores de mediados del siglo XXI considerarán que el estadio alcanzado en 1990 en la construcción de la «aldea global» —la expresión fue acuñada en los años sesenta (Macluhan, 1962)— no es muy avanzado, pero lo cierto es que no sólo se han transformado ya algunas actividades económicas y técnicas, y el funcionamiento de la ciencia, sino también importantes aspectos de la vida privada, principalmente gracias a la inimaginable aceleración de las comunicaciones y el transporte.
La tercera transformación, que es también la más perturbadora en algunos aspectos, es la desintegración de las antiguas pautas por las que se regían las relaciones sociales entre los seres humanos y, con ella, la ruptura de los vínculos entre las generaciones, es decir, entre pasado y presente. Esto es sobre todo evidente en los países más desarrollados del capitalismo occidental, en los que han alcanzado una posición preponderante los valores de un individualismo asocial absoluto, tanto en la ideología oficial como privada, aunque quienes los sustentan deploran con frecuencia sus consecuencias sociales. De cualquier forma, esas tendencias existen en todas partes, reforzadas por la erosión de las sociedades y las religiones tradicionales y por la destrucción, o autodestrucción, de las sociedades del «socialismo real». Una sociedad de esas características, constituida por un conjunto de individuos egocéntricos completamente desconectados entre sí y que persiguen tan sólo su propia gratificación (ya se le denomine beneficio, placer o de otra forma), estuvo siempre implícita en la teoría de la economía capitalista.